Minerva es un miembro de mi familia, tiene 14 años, es una perra de aguas, tiene cáncer de estómago y va a morir en pocos días. Minerva es una perra excelente, su mayor cualidad es la bondad. Ni siquiera ha sido traviesa o algo gamberra. Siempre ha sido muy buena y tímida. En estos días, en los que se va apagando, sus ojos te siguen mirando con el profundo amor con el que te miran desde que con dos meses llegó a casa.
Hernán, mi hijo de 3 años, no conoce el mundo sin Minerva, sabe que está enferma y aunque no comprende la muerte, algo se huele. Intuye que esto se termina. Tengo a ambos a un metro y medio de distancia, y es la escena que veo la que me ha movido a escribir estas líneas. El niño abrazado a la perra hace largo rato, la perra besando al niño, algo que hará hasta su último minuto. Tengo delante de mis ojos la amistad más pura que he conocido. Es probable que ella con el paso del tiempo sea una leve nebulosa en la memoria del hombre en que se convertirá el niño, pero es seguro que la huella en el carácter y el amor por los animales que sentirá ya siempre, tendrán su origen en la suerte de haber llegado al mundo con un ser tan bueno y leal a su lado desde el primer día.
Y mientras llega el último momento el abrazo persiste.
