Pseudologos

Imagine que contrata una empresa de selección de personal y le envía los perfiles de los mejores mentirosos, los más desleales y aquellos que son capaces de vender a un amigo por una mayor cuota de poder. ¿Mantendría los servicios de esa empresa? Pues este es el mecanismo de preselección de gobernantes que impera. Estas son las virtudes con las que se prospera en la mayoría de los partidos políticos de los cuales saldrán el presidente del Gobierno, el líder de la oposición, los ministros, secretarios de Estado, presidentes de Comunidades Autónomas, etc.

Yo ya no soy político, puedo decir la verdad” ha dicho hace pocos días el vicepresidente emérito. El agua moja, el cielo es azul, los políticos mienten.

En la era del relativismo absoluto en que un mensaje reenviado por whatsapp o un tuit tienen la misma validez que la conclusión de un informe científico, es adaptativo que el atajo al poder que escogen los partidos sea sumarse a los que confunden. Pero esta adaptación es para la supervivencia propia, no para un mejor servicio público ni para promover a los mejores en los puestos de mayor responsabilidad. Es una adaptación para que en la picadora de carne que es hoy la política, la materia a picar sea la de otro.

Esto empieza a tener consecuencias importantes:

La primera es que las campañas electorales ya no se las cree nadie. Quieren que el voto se base en bloques enfrentados, más similar un evento deportivo que a la elección de quienes van a gestionar los recursos públicos o a decidir el devenir de España en el cada vez más convulso escenario internacional. Quieren que se vote un estado de ánimo, una filia o una aversión, así difícilmente se acudirá a la urna con una conclusión intelectual. Y las naciones son un ejercicio intelectual, no son fruto de la víscera. Mal camino si lo electoral deviene en un proceso digestivo y no mental.

La segunda es el alejamiento de la población de sus representantes públicos. Si en el 15M era la corrupción, los privilegios y el inmovilismo de la clase política lo que pesaba, ahora es algo más profundo. Hoy la desafección es con la moral de los políticos. Se ha generado una burbuja de hormigón donde el microcosmos de los partidos lo impregna todo sin contar con nadie. Y cuando uno deja de creer en todo, en seguida cree en cualquier cosa.  

Millones de españoles vieron con estupor cómo, tras las elecciones, Pedro Sánchez empezó a hacer exactamente lo contrario de lo que dijo en campaña electoral. Si ante esto se hubiera conformado un bloque de la verdad, un bloque decente frente a una Moncloa gelatinosa, estaríamos en una situación muy diferente. Pero no, como vieron que a Sánchez le funcionó, ha comenzado una carrera armamentística de la mentira. Lo acabamos de ver en la reciente convocatoria electoral en Castilla y León.

El Partido Popular, que se pretende alternativa a Sánchez, se inventa conspiraciones para disolver un Gobierno – consejera de Sanidad incluida – y al mismo tiempo reconocen que está todo enmarcado en una estrategia nacional para reforzar un liderazgo débil. Todo a la vez.

Hay que castigar a quien miente. Hay que devolver el valor de la palabra a la política española.

La alternativa a Sánchez nunca será un Sanchito. La alternativa a la mentira siempre ha de ser la verdad.

La enfermedad mental, la otra pandemia invisible

La Salud Mental ha sido la gran daminificada en la pandemia. Me atrevería a decir que más que los sistemas inmunes. El confinamiento, las muertes en soledad y sin funeral, la crisis económica, la desparición de los planes y un doloroso etcétera, han hecho estragos en la moral de los españoles.

He escrito para El Español un artículo en el que trato este asunto. Haz click aquí si quieres leerlo.

Mi amigo Sandman

Este es un artículo que publiqué el 18 de septiembre de 2020 en La Opinión de Málaga, al día siguiente de morir mi gato Sandman. Es uno de los que quiero recuperar aquí por la importancia de este animal en mi vida.

Ayer fue un día muy triste en mi familia. Murió uno de los nuestros, Sandman, nuestro gato. Mi amigo Sandman entró en mi vida en 2006. No había tenido animales desde que me independicé. Era por tanto mi primera responsabilidad absoluta sobre un ser vivo. Ese mismo año conocí a Laura, mi mujer. También es el año en que compré mi primer hogar, un apartamento muy pequeño en el centro. Fui a vivir allí a primeros de mayo de ese 2006. En agosto vino Sandman. Tenía 3 meses, un maine coon gris y blanco de mirada vivaz, yo no sabía ni cómo coger al gato. Nunca pensé en tener un felino en casa, toda mi vida había sido más de perros, pero por las dimensiones de mi apartamento era mucho mejor un gato, y sí tenía claro que la vida es mejor con animales. Luego vino Bagheera, otra gata y Minerva, nuestra perra de aguas ya a un hogar más amplio.

Puede parecer exagerado cuando alguien que no ha tenido animales lee o escucha a quien lamenta la muerte de uno. Pero si quieren entenderlo bien tienen que pensar en familia. Ni más ni menos. Un familiar muy cercano, un parentesco singular de primer grado. Cuando enferman o fallecen es un dolor especial porque un animal es ingenuo y está a merced de las voluntades de otros. Tú decides. Ayer tuvimos que decidir sacrificar a Sandman. Podía haber vivido un mes más quizá, pero con dolores, asfixias y otros padecimientos. No es sencillo tomar la decisión, piensas, bueno, unos días más.

Estuve a punto de retractarme un par de veces poco después de decidir junto con mi mujer y su veterinario evitarle una larga agonía. Quería darle más tiempo. Pero en realidad era tiempo para mí, no para él, porque sus días no eran días dignos ya. Como no hablan, no te dicen lo mal que se encuentran y en el caso de un gato, cuando manifiestan dolor, es que están realmente mal. Los felinos ocultan la debilidad por instinto hasta que la situación es límite. Los animales no saben de la vida y de la muerte, pero sí saben del sufrimiento y del bienestar. Saben de querer y ser queridos. Saben acompañarte siempre, saben cuando estás mal. Saben ser los amigos perfectos. Saben darlo todo a cambio de nada. 

Sandman siempre tenía que estar en la misma habitación que yo, si me metía a altas horas de la noche a escribir o a leer en mi despacho, sigiloso y discreto venía y se tumbaba cerca, donde pudiera verme. Siempre venía a saludar a la puerta cuando llegábamos junto a Minerva.  Tenía un ronroneo único que calmaba y hacía sentir bien. Mi hijo Hernán de dos años ha podido hacer con él lo que ha querido, abrazarlo y perseguirlo, acariciarlo suavemente y susurrarle guapo. Una palabra que solo le ha dedicado por ahora a Sandman y a Minerva. Lo primero que hacía al entrar por la puerta en estos días que intuía que algo no iba bien, era llamarlo y buscarlo. Curiosamente ayer por la noche no lo hizo. Esta mañana tampoco. Escuchó en silencio la conversación entre su madre y yo de vuelta del veterinario en el coche y ahora comprendo que entendió todo. Es un niño magnífico. Tengo mucha suerte.

Hoy lo que más duele es la costumbre. Hoy puedo abrir las ventanas con libertad, pero no quiero. Hoy puedo abrir las puertas de todas las habitaciones porque no se va a rascar en el sillón de lectura, pero no me apetece. Puedo andar rápido por mi casa sin mirar al suelo, pero miro. Puedo salir a la terraza con tranquilidad sin tener que preocuparme de que salte a casa de mi vecino, pero quiero preocuparme. 

Hoy puedo dejar una chaqueta donde quiera porque no se va a llenar de pelos. Pero hoy me doy cuenta de que llevaría orgulloso su pelambrera en mi ropa, porque él y yo sabemos que es una medalla, el signo de una gran amistad que desgraciadamente ha terminado. Nunca te voy a olvidar amigo mío.

La Deuda

(Escribí este texto en los primeros compases de la pandemia para colaborar en el libro de carácter benéfico que publicaron mis amigos de «Gestas de España«. Todavía no sabíamos lo que iba a pasar, no había un horizonte de vacunación, ni sabíamos cuánto estaríamos confinados. El libro se publicó y quedó muy bien. )

Cuando leas estas líneas todo habrá pasado. Están escritas desde el periodo que en tu libro de historia se llama algo así como La pandemia del coronavirus. Puede que algún político iluminado haya quitado la asignatura de historia y en su lugar estudias neolengua. De ser así, hijo, lamento el periodo que te ha tocado vivir y te pido disculpas por haber fracasado en el intento de evitarlo.

Te escribo, Hernán, con más incertidumbres que certezas. Llevamos algo más de dos semanas confinados en casa. No se puede salir. Solo a comprar y sacar a Minerva (tu primera perra, que no la última). Hay una pandemia de esas que mi generación ha visto en películas o leído en novelas de ciencia ficción, pero que nunca pensó que sucedería. Estas cosas llegan con cierta normalidad. Poco a poco. Empiezan en el telediario, en China y con un virus, no llama la atención. Poco a poco va ganando posiciones en periódicos, programas de radio y en los informativos de televisión.

No dejo de pensar en el comienzo de El Mundo de Ayer, la autobiografía de Zweig, donde cuenta que nadie pensaba que la gran guerra iba comenzar, a pesar de que estaba en la portada de todos los periódicos. Él, como muchos otros, estaba en un balneario cerca de Ostende, en Bélgica. ¡Colgadme de esa farola si los alemanes entran en Bélgica! Llegó a decirle Zweig a sus amigos. Tuvo suerte de tener amigos piadosos. De un día para otro se encontró veraneando en un país con el que estaba en guerra y tuvo que volver a Viena en tren a toda velocidad. Las cosas grandes suceden igual que las pequeñas. No hay una sensación especial. No percibes la magnitud del momento.

De estas semanas el mejor recuerdo que voy a tener es el pasar contigo los días completos. Al menos nos estamos devolviendo el tiempo que por culpa de mi trabajo nos hemos robado en este año y ocho meses que hace que nos conocemos. Jugamos mucho por las mañanas, estamos los dos solos porque tu madre, como sabes, es enfermera y es de los trabajos que siguen siendo presenciales. Los demás o se han suspendido o se hacen a distancia. Ella está en ginecología y reproducción, pero es probable que la acaben llevando a pelear contra el coronavirus. Así es como se llama el agente infeccioso que nos ha puesto en jaque. No deja de ser paradójico que mate a tantos un ser que en opinión de la mayoría de los científicos no está vivo. Me gusta cómo los llama Ed Rybicki profesor de microbiología de la Universidad de Ciudad del Cabo, se refiere a los virus como organismo al límite de la vida.

Sé que leerás esto en una España que tendrá la pandemia como una cicatriz más en su larga historia. Otro contratiempo superado. Pero no habrá sido gratis. Como no lo han sido los grandes contratiempos antes que este. Los españoles saben superar los desafíos, con aspavientos, pero con determinación y sacrificio. Yo no creo en el alma de las naciones, pero pienso que hay algo parecido, su idiosincrasia. España está llena de héroes. Siempre lo ha estado. Y la historia que lees no recoge los nombres de los héroes de este tiempo en que te escribo. Tal vez esté el nombre del científico que encontró la vacuna y el de los políticos que gobernaban. Pero no leerás las historias de dolor y sufrimiento de estos días. No saldrá el dependiente del supermercado donde hago la compra. Él se la sigue jugando, porque tiene que trabajar. Lleva mascarilla, pero veo la sonrisa en sus ojos cuando me entrega las bolsas en sus manos enguantadas. Tampoco verás los nombres de los enfermeros, médicos, auxiliares, policías, militares, funcionarios de prisiones y un larguísimo etcétera que tienen que seguir jugándose el contagiarse porque de ellos depende que los demás podamos seguir viviendo con cierta normalidad y seguridad. Pero en esa cicatriz que tú lees, ha habido una herida y por ella se ha sangrado mucho. Se han ido miles de vidas, no solo por el virus, como nunca tuvieron que irse: solos. Tras esas cifras escalofriantes que lees, hay nombres. Y tras esos nombres, había vidas, familias. Padres, madres, abuelas, abuelos, hijos, hijas, nietos, nietas, maridos, mujeres, amigos y amigas que no pudieron dar el último abrazo. Personas que murieron en la desolación de vivir su último suspiro en soledad. Nadie podrá evitar estas tragedias.

Quienes pierden la vida en estos días o sufren una muerte cercana son la medida exacta de la exigencia del momento. Estos días cuando tengo la tentación de quejarme por algo, me doy cuenta de que no tengo derecho. Por ahora estamos bien. Tal vez sea esa la felicidad: estar bien. Aprende esto, hijo. Antes del coronavirus éramos felices y no lo sabíamos. Ten en cuenta que en el momento en que leas estas líneas tal vez eres feliz y no lo sabes. Saber que somos felices, cuando hayamos superado la pandemia, es nuestra deuda con todos los que se han dejado la vida o pedazo de ella en el camino.