
El sábado pasado habría sido el cumpleaños de mi abuelo Manuel. El padre de mi madre fue el mejor amigo que he tenido. No tengo derecho a quejarme, salvo que quiera enfadarme con nuestra mortalidad. No se fue pronto y lo vi mucho más de lo que la mayoría de los nietos ven a sus abuelos, tal vez por esa amistad a la que me refiero. Ya escribí sobre él. Murió hace 8 años, pero a determinadas edades ocurre constantemente eso de parece que fue ayer.
Como no soy perfectamente racional, aunque lo tenga como objetivo, me sorprendí repasando fotos viejas. Y aquí surge la razón de las líneas que escribo esta mañana: tuve una sensación por primera vez; viéndome en esas fotos a los 3 años quise advertirme de muchas cosas. ¿Qué le diría a ese niño? Iba a tener una vida peculiar que tal vez alguna vez me anime a escribir, pero habría llevado mejor algunos episodios que le quedaban por vivir de saber que las aguas suelen volver a su cauce. Varias veces iba a pensar equivocado que la vida es algo que te cae sin pedirlo y que hay que sobrellevar. Qué error. Ojalá hubiera podido decirle que nada es tan duro como parece. Que eso también pasará. Que tras los peores momentos llegarían los mejores. Que lo malo se recuerda menos que lo bueno. Que todo merece la pena. Que la felicidad son momentos, no un estado obligatorio, ni una meta. Que en todas partes cuecen habas. Viendo esas fotos, recordé la canción más bonita de Aute, y la que más me conmueve escrita en español: El niño que miraba el mar.