La pandemia, como otras catástrofes o acontecimientos de gran impacto, tiene sus leyendas y conspiraciones azuzadas por gente que sabe cosas que tú no sabes. Los movimientos conspiranoicos son antiguos, muchos eran generados para erradicar a un enemigo o por motivos racistas, como el exitoso caso de los Protocolos de los sabios de Sion. Otros surgen sencillamente por las ganas de ser diferente. Estamos ante una suerte de tribu urbana que precisa sentir que está mejor informada que los demás. Personas que han visto el documental que la mayoría no ve, han visitado la web que las autoridades quieren cerrar, han leído el documento que han censurado pero que por sus buenos contactos, ha llegado a su móvil. La mayoría de las personas que promueven teorías conspiranoicas son inofensivas: que alguien crea que no hemos llegado a la Luna o que una bala mágica mató a Kennedy, pues no hace daño a nadie. Pero en pandemia lastran la recuperación. Los antivacunas están en auge y quienes creen que el virus es una herramienta de dominación, en un sentido directo o más disimulado, son bastantes. El hecho de que haya representantes públicos que se niegan a decir si se han vacunado o no por no decepcionar a este colectivo, es sintomático.
La conspiración en la época del whatsapp y de las demás redes sociales, campa a sus anchas. La mentira llega por el mismo medio y con la misma fuerza que la verdad. El sesgo de confirmación es un aliado estupendo de quien quiere ser distinto a la mayoría. Del que es más listo que los demás y no se deja llevar. Además cuenta con la ventaja para el debate de que afirman hechos posibles aunque no probables, y es la oficialidad la que tiene que demostrar que eso no es así. El conspiranoico siempre invierte la carga de la prueba, no de que lo tuyo es cierto con una altísima probabilidad, sino de que lo que él afirma es 100% imposible. Dos grandes parodias de esta falacia argumentativa son el pastafarismo y la Tetera de Russell.

Con esta batalla sobre la mesa, que el Gobierno de España imponga la mascarilla al aire libre, no ayuda. Haciendo esto, genera una grieta en la autoridad que tiene la administración pública y abre un portal al inframundo en el que habitan los que no creen en la vacuna o quienes creen que pueden pescar ganancias en la rebeldía. Hacer algo inútil basado en la necesidad de actuar ante la ausencia de un plan, es peor que no hacer nada.

Y es que el gran problema está en que muchas de las decisiones políticas no se basan en la evidencia científica sino en su eficacia propagandística. El daño que ha hecho el Gobierno a su autoridad con la imposición de la mascarilla donde se sabe que no es necesaria es grave, ha generado una oportunidad para quienes desinforman y contaminan todo de duda irrazonable. Tener un Gobierno entregado a la propaganda y el relato, donde la ciencia y la eficacia son lo de menos, abre la puerta a cosas peligrosas.